“Ucrania. Las cicatrices de la guerra y el camino hacia la recuperación”

Cuando me pidieron que escribiera este artículo y compartiera mi experiencia sobre la guerra en Ucrania, se me encogió el corazón y muchos recuerdos se agolparon en mi mente. A decir verdad, hasta hace unos años, ni siquiera sabía dónde estaba Ucrania en el mapa europeo. Hoy, este país me es familiar, por las muchas personas que conocí durante la conmovedora experiencia que viví en Polonia, acogiendo a familias de refugiados en nuestra comunidad; me es muy querido porque llegué a conocerlo a través de sus historias, que me revelaron un pueblo multiétnico, que tiene y cultiva diferencias lingüísticas y religiosas, unido, sin embargo, por un único sueño de independencia; y, por último, lo siento cercano por su fiel búsqueda para conseguir una identidad propia, como lo hicieron tantos otros países, incluido el mío.

El del pueblo ucraniano es un grito que hay que escuchar, comprender y acoger. Es la voz de un país, que busca levantar la mirada, mirar más allá para encontrar confianza en el cambio y descubrir un horizonte de libertad. A través de las historias de tanta gente, aprendí que Ucrania es una tierra hermosa, rica. con un suntuoso barroco, catedrales bizantinas y castillos medievales, además de tener una arquitectura vanguardista y de ser la patria de personalidades de renombre como el famoso ingeniero Igor Sikorskji, el brillante informático Max Levchin y muchos otros como el extraordinario pianista Vladimir Horowitz, Taras Shevchenco, héroe y poeta ucraniano, etc.

Ucrania, como su propio nombre la define (U-craina), tierra fronteriza, entre dos mundos, tierra intermedia, un país entre Occidente y Oriente. En su nombre está escrita su historia, su presente y su futuro, que lucha por tomar forma, debido a esta guerra insensata e intolerable. Un pueblo que busca hacer realidad el deseo de diferenciarse de sus raíces que se convirtieron en cadenas y de realizar el sueño de vivir plenamente su sentimiento nacional e identitario.

Hoy, después todo este tiempo, del comienzo de la guerra, que aún no ha terminado, no podemos hablar de cicatrices, sino de heridas que siguen sangrando con efectos negativos a largo plazo en todos los aspectos de la vida, la salud, el medio ambiente, la economía, el trabajo y el desarrollo del país. Pero hay heridas invisibles, como los traumas causados por el conflicto, por vivir en la oscuridad de un refugio, la precariedad por la falta de alimentos, el agua, la calefacción, el miedo por el sonido de una sirena o por la estela que deja un avión que pasa. Oleadas de miedo y terror que se clavan en el alma como puñales y comprometen gravemente la salud psicofísica, especialmente de los niños, los más vulnerables, que les lleva a encerrarse en sí mismos y en un aislamiento social, a tener pesadillas y ataques de pánico, a vivir con el miedo de perder a sus padres, amigos y tal vez su futuro, así como crecer con la sensación de lo frágiles que pueden ser los sueños. La guerra les ha arrebatado no sólo la infancia, sino también la magia de soñar y de creer en los sueños; ha abierto abismos en sus trayectorias escolares, debilitando sus perspectivas para un futuro brillante.

El conflicto también ha tenido un fuerte impacto en los ancianos, haciendo aumentar el fenómeno de la pobreza y del aislamiento social. Un estado de vulnerabilidad agravado aún más por el efecto de la inmigración y el reclutamiento de jóvenes. La guerra ha sido extremadamente violenta para Ucrania, perturbando el mercado laboral y provocando un éxodo masivo, obligando a más de un tercio de la población a desplazarse, refugiándose bien en el interior del mismo país (unos 7 millones) o, como mujeres y niños, (unos 8 millones), en el extranjero. El efecto negativo del conflicto ha afectado a la situación financiera de todas y cada una de las familias que se han quedado sin sustento.

Además, la guerra ha dejado profundas heridas en el paisaje natural del país, con tierras de cultivo especialmente afectadas, contaminadas y sembradas de minas, así como bosques quemados y parques nacionales destruidos. Importantes instalaciones e industrias fueron bombardeadas, provocando una fuerte contaminación del aire, el agua y el suelo y exponiendo a los habitantes a sustancias químicas tóxicas. Sin olvidar las restricciones de electricidad que han sufrido y dificultado la prestación y el suministro de servicios sanitarios, lo que ha provocado un aumento de neumonías y de enfermedades respiratorias, dados también los duros inviernos de este país.

Pero Ucrania no es sólo un país herido, sino un pueblo que está encontrando la fuerza para curarse incluso de algo tan feo como la guerra, porque lleva en su corazón el deseo de libertad y la convicción de que puede contribuir a restablecer una vida digna para todos sus habitantes y sueña con un país en el que no se discrimine y se pisotee la dignidad de nadie y en el pleno respeto de los derechos humanos y de la democracia, se busque siempre y únicamente el bien común, que garantice la seguridad y las condiciones necesarias para el diálogo y la convivencia pacífica. Tiene muchas razones para buscar una renovación sólida y duradera porque tiene sed de fraternidad y de paz.

Pero ¡con la guerra todos estamos derrotados!, incluso los que no participan en ella. Y un camino de recuperación nace de lo más profundo de cada persona, que desea una convivencia pacífica y se compromete para construirla desde las «batallas» de todos los días. De hecho, como dice Mons. Vincenzo Paglia en su libro «Sperare dentro un mondo a pezzi» (Esperanza dentro de un mundo roto), que para salir del «mundo roto» es necesario saber dialogar con todos, partir de los últimos, favorecer el encuentro entre pueblos diferentes para construir una convivencia pacífica, oponiéndose a las tensiones que llevan al conflicto. Escribe que debemos vivir construyendo la fraternidad, que es quizás la palabra que mejor honra el arte de la gratuidad y de la libertad, puede ayudarnos verdaderamente a convencernos de que nuestra responsabilidad para ser constructores de paz está en nosotros mismos. Habla de paz, de guerra, de los últimos, de los ancianos y los inmigrantes, pero sobre todo, nos hace reflexionar sobre un nuevo humanismo que concierne al hombre globalizado.

Por esta razón, todos estamos implicados en este camino de recuperación, desde los dirigentes de las naciones, hasta el panadero y los niños, todos implicados en un camino de confianza mutua: confianza entre las personas los pueblos y las naciones, para superar los conflictos y las divisiones. Como exhorta el Papa Francisco, «apresurémonos por caminos de paz y fraternidad. Alegrémonos por los signos concretos de esperanza que nos llegan de tantos países, comenzando por los que ofrecen asistencia y acogida a quienes huyen de la guerra y de la pobreza». De hecho, todos hemos sido protagonistas de pequeños o grandes gestos de solidaridad hacia el pueblo ucraniano, experimentando cómo el único antídoto contra la guerra y la desesperación es unir a las personas en torno a buenas acciones y obras hacia los necesitados, sobre todo, hacia los más vulnerables, ya que éste es precisamente el criterio de desarrollo de una sociedad. Aunque en este momento no parezca haber ningún atisbo de esperanza para posibles negociaciones, nunca debemos perder la esperanza y tenemos que mantener vivo el ideal de la paz y la confianza en Dios. ¡Animo!

 

Hna. Milena Prete, TC

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