Pareciera que para nosotros hoy debería ser mucho más fácil creer en la Resurrección de Jesús, no sólo porque encontramos en el Nuevo Testamento varios pasajes sobre este acontecimiento que fue revelado, en primer lugar por Él mismo y luego por sus discípulos que narraron sus apariciones, sino porque tenemos evidencia de que la Iglesia lleva más de dos mil años anunciando esta verdad que es el fundamento de nuestra fe cristiana. Sin embargo, al igual que los discípulos de ayer, también nosotros que seguimos al Señor tenemos que experimentar el misterio pascual en nuestra propia vida, y es aquí desde donde debemos comprobar si estamos adheridos a Jesús por una creencia que nos basta para acomodarnos a una vida según nuestras conveniencias y criterios, o estamos del lado de los que hacen de su fe una experiencia de encuentro con ese Dios compasivo que sufre y muere por amor, pero que resucita gloriosamente para destruir a todos los enemigos de la persona humana, especialmente, el pecado y la muerte. Seguramente y gracias a Dios, aunque muchos de nosotros se ubica en este segundo grupo, ante nuestra propia realidad y la que vive el mundo, la confrontación con el Resucitado es una tarea cotidiana, vigilante y urgente porque mientras vamos de camino hacia el cielo prometido y con la certeza de que su Espíritu va con nosotros, nuestra carne es débil y las huellas del pecado se dejan ver por todas partes dando pie para que los incrédulos o indiferentes sigan pensando que para los cristianos Jesús no es una Persona sino un relato fantástico registrado en la Biblia.
En este sentido y de cara a lo que hoy vivimos al interior de nosotros mismos, de nuestras familias, de la Iglesia y del mundo, sobresale con mucha frecuencia una mirada poco esperanzadora sobre el presente y futuro de la humanidad, las imágenes que se viralizan diariamente sólo exponen las diversas caras de la injusticia, la enfermedad y la muerte, causadas por el pecado que se encarna en el abuso de poder, la falta de amor y respeto por la vida en todas sus formas. Muchos de nuestros diálogos y encuentros se centran en lo mal que estamos y en lo mal que vivimos porque esa es la realidad, pero no es toda la verdad. Es exactamente lo que les pasó a los apóstoles que acompañaron a Jesús durante su ministerio y que después de su muerte, quedaron impactados y desconcertados al ver morir cruelmente a su líder, al comprobar también que en tres días aproximadamente se hizo añicos el sueño del “Maestro” que hablaba de un reino nuevo, lleno de justicia y de paz. Ante este desenlace inesperado se llenaron de dudas, miedo, frustración y un terrible desencanto por la vida, pero en medio de este panorama de muerte, atrapados por la noche más oscura, surge la presencia victoriosa de Jesús Resucitado que es para siempre el Dios de la Vida y se desencadena la verdad que nos hace libres a nosotros también.
Esta es la buena y gran noticia que se fue propagando entre ellos cuando Jesús se les iba apareciendo en esos escenarios de tristeza, decepción y fracaso en los que se habían refugiado. Ahora había alegría, se les abrieron los ojos, la mente y el corazón, entendieron que sin la muerte no hay resurrección, celebraron con Jesús su victoria sobre la muerte manifestada en su presencia cargada de los gestos que ya conocían, pero que ahora percibían más conscientemente. La muerte de Jesús los había postrado, pero su resurrección los levantó y los impulsó a salir con valentía para anunciar convencidos que la crucifixión no fue el final sino el comienzo de una nueva era para toda la humanidad.
Por lo dicho anteriormente, veo oportuno aprovechar que estamos a pocos días de vivir en la Iglesia una nueva Pascua y reconocer humildemente que nosotros también necesitamos seguir encontrándonos con Jesús Resucitado para sacudirnos el polvo que se nos ha ido pegando en el camino impidiendo que veamos los frutos de su resurrección en las personas y en lo cotidiano de la vida. En este sentido, como hermana terciaria capuchina quiero concluir esta sencilla reflexión, refiriéndome al numeral 5 de nuestras Constituciones que precisamente nos recomienda estar atentas a los signos de los tiempos como actitud característica de nuestro Padre Fundador y plantear como una tarea para vivir en comunidad y con los laicos, la acogida al proceso sinodal que vive la Iglesia como camino de comunión, participación y misión. Esta es una llamada que se nos hace a través del Papa Francisco para caminar juntos como expresión del valor supremo de la fraternidad que se alimenta del Resucitado, Pan de Vida, y renueva su compromiso bautismal y su corresponsabilidad en la misión evangelizadora en el mundo de hoy.
HNA. ELIZABETH CABALLERO GREEN, TC
¡Vivir la Pascua! La mayor alegría del creyente, bien lo expresa san Pablo: ʺSi Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido” (1 Cor 15,14). El Concilio Vaticano II proclama este hecho eclesial como raíz y fuente, centro y culmenʺ (Lumen Gentium 10,11,12; Ad gentes 9…).
Distinguimos en el misterio de la Pascua de Cristo la historia y el misterio en sí, el acontecimiento histórico frontal y la realidad sacramental permanente en la Iglesia; ésta última constituye propiamente el misterio pascual en la vida de la misma, clave del año litúrgico y fundamento del vivir cristiano como ʺcorresucitados con Cristo” (cf. Col 3,1).
Ser cristiano es injertarse en la realidad sobrenatural del misterio pascual; desconectarse de la forma consciente e inconsciente de la realidad salvífica de la Pascua, es no ser cristiano. Cristo se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios le concedió el nombre sobre todo el nombreʺ (Fil 2,8-9).
El misterio central de la Pascua abarca de manera íntegra el proceso unitario de los acontecimientos salvíficos: muerte del Verbo encarnado en condición de víctima solidaria y vida nueva, resurrección y corresurrección con Cristo. Es la trilogía pascual “Calvario, sepulcro y resurrecciónʺ, instando a cada creyente a la transformación interior por medio de la vivencia personal del misterio regenerante de muerte al hombre viejo en Cristo y con Cristo. La vivencia consciente y responsable del camino cuaresmal ha de llevar al culmen de la nueva existencia en Cristo resucitado.
De aquí que la Iglesia y en ella nuestra Congregación provocan el encuentro personal con Dios en el misterio consumado de su Hijo: ʺNadie va al Padre sino por mí ˮ (Jn 14,6). En el hoy de la historia, la Congregación nos va interpelando y conduciendo a hacer presente el Misterio pascual entre las personas a quienes anunciamos el Evangelio, compartiendo con ellos la realidad que viven en el día a día: el hambre, el desempleo, el abandono y prepotencia de gobiernos dictatoriales, entre otros, sembrando la esperanza y confianza en la Resurrección de Jesucristo, el Señor. Es el Espíritu el que nos impulsa y estimula en la acción evangelizadora.
Despertó el Sol, es la Pascua, Cristo ha resucitado, es el día primero de la nueva creación. En este contexto, el papa Francisco nos dice: ʺNo os canséis de hacer el bienˮ.
Gozosas, sigamos viviendo fieles a Dios en esta familia carismática, siempre comprometidas con la realidad.
HNA. ARELYS MARTÍNEZ, TC