“Si te despiertas por la mañana y ves que todavía estás con vida es que tienes una misión divina que cumplir”.
Este pensamiento que el Señor puso ante mis ojos en un momento difícil y duro de mi vida me acompaña desde entonces cada mañana como una llamada a renovar mi “sí” y entregarme con confianza para realizar esa misión que me confía sabiendo que ahí donde vaya, Él me precede. Tal vez por eso, ante la realidad de la pandemia que con tanta fuerza y dureza nos sorprendió a todos, en ningún momento sentí miedo, sino que al contrario, me sentí feliz y agradecida al Señor por el privilegio de poder estar en primera línea, aun intuyendo que no iba a ser fácil.
Durante mis más de 35 años al cuidado de los enfermos he vivido situaciones duras, difíciles, pero también, y muchas más, esperanzadoras y llenas de vida. Sin embargo, la experiencia de la pandemia nos ha obligado a todos no sólo a replantearnos quizás una manera nueva de entender la vida, sino también una manera nueva de trabajar, afrontar y compartir todo aquello por lo que luchamos cada día para mejorar la salud y la calidad de vida de nuestros enfermos.
Al principio, todo era desconcierto y mucha confusión. Por todas partes nos llegaban nuevas instrucciones, medidas, protocolos… Lo que nos era conocido y dominábamos, se transformó en unas horas y para todos en algo desconcertante, incontrolable, invisible y peor aún, con “sabor y color a muerte”, pero real, pues las camas se iban llenando de enfermos angustiados, asustados, con la impresión de ser arrancados de sus seres queridos y con un gran sentimiento de soledad. Este primer momento donde caen todas las seguridades fue para mí un experimentar la fuerza y la gracia del abandono y confianza en Dios; experimentar que toda nuestra energía se multiplica y se vuelve creativa dejando a Dios actuar a través nuestro. Así es como ocurre el milagro.
Nuestra unidad de cirugía donde los enfermos entran con un problema concreto de salud y salen curados, se convirtió rápidamente en una unidad “Covid” donde nada era programable, ni calculable, ni previsible, ni había respuestas claras para muchas de las preguntas que nos hacían los enfermos. Esta impotencia nos obligó a todos, incluso a los más alejados de Dios, a actitudes de humildad, diálogo, búsqueda común y reconocimiento de que, sin una intervención divina, no íbamos a poder afrontar esa situación.
Si siempre ha sido importante para mí el ocuparme del enfermo en su integralidad, esta ha sido una experiencia en la que con mucha más fuerza y claridad he percibido que ese “salvar vidas” que tanto hemos escuchado no sólo consiste en salvar el cuerpo, sino que también se puede “salvar la vida” acompañando con el cuidado, la misericordia y la ternura de Dios el camino hacia la muerte, como un paso y despertar a una nueva vida en plenitud.
Es a veces muy difícil decir al enfermo con palabras o simplemente con el silencio que la vida se le está escapando y que humanamente va a ser difícil detener ese proceso. Sin embargo, pude experimentar cómo la verdad puede ser fuente de paz y aceptación. Recuerdo un enfermo que me dijo: “Gracias porque es usted la primera que me escucha y sin miedo no me niega la verdad con falsas esperanzas porque yo sé que se me acaba la vida” u otra enferma que me decía: “Perdone que le hable tanto pero cuando una se siente en confianza es más fácil hablar y hablando se pierde un poco el miedo”.
Si el sufrimiento es una experiencia dura, cuánto más lo es cuando se vive en la soledad y lejos de aquellos que más que nunca necesitas tener a tu lado. No se me olvida la expresión de emoción y agradecimiento en la cara de una enferma cuando le entregué la bolsa con cosas que le había traído su hija y, aunque no la había visto, expresó con una inmensa alegría: “¡Mi hija ha estado aquí!”, y al coger la bolsa era como si tuviera a su hija en los brazos. También aquel enfermo que con tanta alegría y orgullo acogía los bollos que su hijo cada día, antes de ir a trabajar, dejaba en la recepción del hospital para el desayuno de su padre.
Acompañar esa soledad ha sido un gran reto en el que en todo momento me he sentido acompañada yo misma por la mano de Dios. En los primeros días, entrando en una habitación me dijo una enferma: “Con toda esa protección que llevan encima les veo a todos iguales y no sé quién es el que entra o el que me cuida”. En ese instante me di cuenta de lo importante que era estar presente junto al enfermo, para quien éramos el único contacto humano, pararse y a través de un silencio, una palabra, un gesto, una mirada, una manera de tocar, de escuchar, de acoger, ir ofreciendo calidez y humanidad para crear una relación que pudiera llenar, aunque sea un poco, ese vacío y reclamo del corazón. “No hay ternura posible en ritmos acelerados porque la ternura necesita del silencio y de la escucha para gestarse”. El Señor me concedió poder “estar” junto al enfermo y en medio del trabajo, del movimiento y a veces también las prisas, tuve el regalo de escuchar frases como estas: “¿También la veré a usted mañana?”; “La reconozco porque veo sus ojos que siempre sonríen”; “Es usted un ángel para mí” o “He estado pensando en lo que hablamos ayer”…
Junto al cuidado y acompañamiento al enfermo también tuvimos que afrontar una manera nueva de acompañar a las familias, particularmente en los momentos fuertes y duros de despedida o de duelo en los que éramos el único medio de contacto y en los que tampoco para nosotros era fácil controlar las emociones. Pero una vez más, sentí como privilegio el poder ser transmisora de tanto cariño y entereza a pesar del dolor. Me quedan en el corazón las palabras que me transmitía una hija para que le dijese a su madre que llevaba días entre la vida y la muerte: “Dígale a mi madre que se puede marchar, que desde el cielo seguirá cuidándonos a cada uno y a toda la familia”. Unas horas más tarde, el Señor la acogía en el cielo. Así va actuando el Señor, de manera silenciosa, escondida, misteriosa.
Otra situación dura en la que nunca pensé que sería posible llegar fue, dada la falta de camas disponibles en la UCI, el tener que elegir entre dos pacientes para poder beneficiar de cuidados más técnicos. Después de un largo diálogo para evaluar la situación, acordamos esperar un día más antes de decidir. Pedí con fuerza al Señor que si era posible nos librase de tal decisión. Y allí se produjo el milagro, pues al llegar al día siguiente me informaron que uno de los pacientes había presentado una gran mejoría y el otro se mantenía estable.
Con inmensa gratitud puedo decir que, día tras día, y especialmente en los momentos en que se mezclan el cansancio, las emociones, la incertidumbre, el dolor, ha sido un gran regalo el poder contar con la presencia, la escucha, la comprensión y el apoyo incondicional de mis hermanas de comunidad.
Cuántas veces en situaciones duras, de sufrimiento, de impotencia hemos oído esta pregunta: “¿Dónde está Dios en todo esto?”. Quizás incluso nos la hemos hecho también nosotras. Pero la respuesta no está en las palabras sino en la experiencia de la fe en un Dios que nos ama, sufre con nosotros y se manifiesta acompañándonos con su gran misericordia y ternura. Un Dios que también nos necesita y quiere contar con nosotras confiándonos cada día “una misión divina que cumplir”.
Por todo: “¡Alabado seas mi Señor!”
M.R.A.R.
(La autora de este artículo es una hermana enfermera terciaria capuchina que desea mantener su anonimato)