En el bullicioso entorno de un aula de bachillerato, observo a menudo un fenómeno tan sutil como revelador: jóvenes, cada uno aparentemente sumergidos en la pantalla de su móvil. Mientras revisan sus últimas notificaciones, comentan una nueva publicación o responden rápidamente a un mensaje, esperan escuchar mi primera indicación de la clase “guarden los dispositivos”. Y en esa inquietante dinámica, surge una espontánea conversación con una joven que, logra darle un giro a mis ideas preconcebidas, antes de que estas puedan acomodarse en mi repertorio de quejas recurrentes. “¡Hermana hay algo en la vida consagrada que me atrae: es verlos vivir de manera plena!”
Sus palabras me permitieron dilucidar dos certezas que se convierten en un preámbulo de este artículo, por un lado, los jóvenes observan más allá de lo aparente y, por otro, están en búsqueda de lo profundo, no de lo superficial como muchas veces creemos. Cada clase me hace pensar que, frente a la comunicación de los jóvenes, a través de la Redes Sociales, hay barreras que tenemos que superar junto a ellos:
Pasar del “surfeo” de la interactividad a la profundidad de las palabras:
Las redes sociales son una ventana abierta de par en par al continente más habitado del mundo, donde se responde de manera instantánea, atrayente, anónima, interactiva y adictiva a todos nuestros apetitos, incluso a los más oscuros y perniciosos. Y frente a esa realidad los jóvenes de hoy se cuestionan con más conciencia que el compromiso no puede surgir de contenidos que desaparecen con un scroll, sino que surgen sobre todo de la belleza de ir construyendo su mundo interior, inspirado por el Espíritu, que mueve el corazón, que guía a la verdad plena y que cuando lo conoces te hace más sabio, más firme, más humano. Pero, como nos enseñan los santos, no se entiende una vida interior si no desemboca en un compromiso: «no el mucho decir oraciones, sino el mucho amar» (S. Teresa). Por eso es necesario ir creando la cultura del silencio digital, como un camino atrayente para llegar al otro, por la profundidad de la palabra y no por la interactividad superficial.
Pasar de la “miopía” del pragmatismo a la perspicacia de la utopía
Desde una mirada pragmática, resulta más “complaciente” lo tangible y lo inmediato. «lo que funciona», lo que produce resultados prácticos y concretos y desde este punto podrían decepcionarnos los jóvenes que atraviesan el continente digital, por eso, vale la pena matizar muy fino la belleza de lo utópico de no quedarnos atrapados en el aquí y el ahora al punto de perder de vista lo que podríamos ser, por esto necesitamos aprender a soñar con los jóvenes, igual que lo hizo Cristo; lanzándose a visiones utópicas de la vida.
La perspicacia de la utopía no es vivir de ingenuidades, sino de esa capacidad de soñar, de crear y de aspirar a mucho, para nosotros y para otros como primer paso que permite dar radicalidad a una vida comprometida que pueda devolver al evangelio esa fuerza de provocación desaparecida tantas veces en el vivir cotidiano.
Una utopía que nos mueva de lo inmediato, de lo útil y tangible a ideales evangélicos que apunten hacia un futuro más humano y desde allí cobran sentido las palabras del escritor Eduardo Galeano: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.”
Pasar del hedonismo cibernético a la propuesta de la ascesis
Los jóvenes a diario reciben una “buena noticia” muy engañosa: ¡Puedes tenerlo todo, puedes vivirlo todo, puedes probarlo todo y siempre hay marcha atrás!, la felicidad que reciben está muy asociada al éxito y al placer (como imperativo hedonista), incluso la imagen de belleza contemporánea está tremendamente reducida a lo corporal, es de alguna manera la tiranía de Instagram. Por eso vale la pena anunciar la Buena Noticia que no deja de poner en el centro de su propuesta la cruz; en la felicidad evangélica cabe el sufrimiento y la capacidad de renunciar no como un límite sino como fuerza liberadora. No se trata de decir que la vida es solo sufrimiento, sino que en la vida hay sufrimiento y también las personas que sufren son felices y que habrán momentos donde aplazar las satisfacciones, será saludable hasta para el alma, porque no podemos abandonar la idea de que, cualquier cosa que se quiera que dure y que eche sus raíces va a implicar esfuerzo y sacrificio y eso no es malo, es humano, por eso necesitamos recuperar el valor de la ascesis que es una forma de ordenar todo aquello que desordena lo bueno, bello y verdadero en nosotros. Esta debe ser una propuesta válida para los jóvenes de nuestro tiempo, porque a diferencia de la “buena noticia” atrayente del mundo, ¡No se puede todo! Y quien nos quiera vender otra idea nos hará muy infeliz, porque la vida real exige dosis de sacrificio, de renuncia y solo cuando comprendamos esta dinámica viviremos menos frustrados, menos incompletos y ciertamente mucho más comprometidos con nosotros y con los demás.
En palabra de José María Rodríguez Olaizola (2014) diríamos: El Evangelio hay que entenderlo desde sus polaridades. Si te quedas con una parte lo mutilas. Una polaridad evangélica es “muerte y resurrección”; el Evangelio no es una pura cruz. Pero, al mismo tiempo, el discurso triunfalista de la resurrección, sin pasar por la pasión concreta y por la cruz, es una evasión bucólica. Son las dos cosas.
No dejemos de creer que los jóvenes son capaces de superar estas barreras y pasar del atractivo mediático de las redes sociales a una vida más conectada y más comprometida.
Hna. Beatriz Iliana Quintero Pérez