El próximo 22 de marzo celebramos el Día mundial del Agua y el 22 de abril el Día mundial de la Tierra, dos elementos vitales en nuestra existencia.
Sobre ellos, encontramos escritos de toda índole que nos presentan una amplia gama de conceptos, realidades, valoraciones y desafíos. En este contexto me pregunto ¿qué se podría decir que no haya sido dicho? Y viene a mi mente acentuar la forma cómo nos acercamos, contemplamos y actuamos frente al agua y a la tierra.
La Biblia en el capítulo I del libro del Génesis, nos narra cómo fueron formados cada uno de los elementos de la Creación, pero en los versículos 9 y 10 del citado capítulo, nos habla específicamente de la tierra y las aguas: “Dijo Dios acumúlense las aguas de por debajo del firmamento en un solo conjunto y déjese ver lo seco; y así fue. Y llamó Dios a lo seco tierra y al conjunto de mares lo llamó mares y vio Dios que era bueno”; termina el texto con una expresión muy significativa “vio Dios que era bueno”. Esta frase la encontramos al concluir cada acto creador y nos remite a la relación de lo creado con el Creador, es decir, todas las cosas son buenas porque su Creador es bueno y su bondad se materializa en cada criatura, de ahí que todo esté signado con un sello; “ser buenos”, esa es su esencia.
Del mismo modo en cada criatura podemos contemplar el bien, lo bueno y transportarnos a su origen, o sea a Dios; así lo comprendió san Francisco de Asís, patrono mundial de la ecología quien llamó a todo cuanto existe “hermano”, “hermana”, porque procedían de las mismas manos y del mismo amor. Así lo entendieron también los primeros pueblos que habitaron la tierra; en su cosmovisión encontramos una gran riqueza cultural que nos muestra cómo ellos concebían y se relacionaban con el entorno y vemos un denominador común: entre los primeros habitantes (pueblos indígenas) y la tierra hay una relación de simbiosis, de unión filial, de unidad y no de dominación. La tierra es un recurso colectivo y no tiene valor individual, generalmente se sienten hijos de la tierra y para referirse a ella la nombran como madre.
¿Qué nos queda a nosotros hoy, habitantes del siglo XXI? Tomar conciencia de la forma cómo miramos y nos relacionamos con el entorno porque estamos lejos de esa mirada fraterna, hemos aprendido a ver las cosas, las personas, las realidades desde una mirada utilitarista, comercial, hemos aprendido a dominar, acaparar, explotar, pensando egoístamente y buscando siempre el provecho propio; el progreso, las industrias, el consumismo y la contaminación dejan huellas de dolor y muerte en todo ser viviente, poniendo a un lado el valor del cuidado, del respeto y de la solidaridad ecológica y /o fraternidad universal.
El papa Francisco en la encíclica Laudato Sí nos dice que: “El agua potable y limpia representa una cuestión de primera importancia, porque es indispensable para la vida humana y para sustentar los ecosistemas terrestres y acuáticos” (cf. LS 28). Y nos advierte además, que “en muchos lugares la demanda supera a la oferta sostenible, con graves consecuencias a corto y largo término… grandes sectores de la población no acceden al agua potable segura, o padecen sequías que dificultan la producción de alimentos. En algunos países hay regiones con abundante agua y al mismo tiempo otras que padecen grave escasez (cf. LS 28). También evidencia preocupación por “la calidad del agua que afecta a los más pobres, que provoca muchas muertes todos los días y enfermedades relacionadas con la contaminación” (cf. LS 29). De igual manera, otra amenaza contra el agua y la tierra es la tendencia a privatizar convirtiéndolo en mercancía” (cf. LS 30).
Pero, volvamos la mirada nuevamente a los primeros habitantes y no me refiero a pueblos que ya no existen, sino a aquellos que permanecen en un estado más natural y que luchan por conservar su tierra y sus costumbres; ellos que viven en armonía con su entorno y en territorios comunes, nos enseñan el carácter sagrado de la naturaleza y su relación con la vida y el modo de sobrevivir. Nos invitan a acercarnos al agua y a la tierra con una actitud humilde y contemplativa; solo entonces como discípulos podremos aprender de su riqueza aspectos tan necesarios para la vida cotidiana tales como, la capacidad de fluir del agua, fecundar, limpiar y colaborar con otros elementos para ser alimento, medicina y bendición; de la tierra, la firmeza, la capacidad de contener, acoger, proteger, proveer e intercambiar, transformar y dar con generosidad.
La pandemia generada por la Covid 19 ha sido un llamado de atención y una oportunidad para reflexionar sobre el valor de la vida, los vínculos, la naturaleza y las sanas costumbres. Preguntémonos, ¿cómo podemos agradecer al Padre creador el agua y la tierra? ¿De qué modo podemos honrar su existencia? ¿Qué acciones debemos implementar para el uso fraterno y respetuoso de estos dos elementos?
HNA. BILMA NARCISA FREIRE CHAMORRO, TC