La pandemia del Covid 19 que, desde hace casi un año, está azotando al mundo, nos hace experimentar la fragilidad de la naturaleza humana, las limitaciones de los recursos de atención sanitaria con que cuentan los países, incluso los más desarrollados, y la precariedad de nuestra vida. Por otro lado, lo que estamos viviendo está transformando el mundo y, no sólo por lo que se refiere a los hábitos culturales y nuestras formas de encuentro, sino también a otras dimensiones de nuestra existencia.
El Coronavirus amenaza nuestra vida, pone en crisis nuestra economía, revela las franjas de pobreza que a veces no logramos ver y menos aún encontrar, nos hace vivir en una situación de vulnerabilidad y, con todo ello, nos lleva a replantearnos el sentido de la vida humana. Para enfrentar estas situaciones nuevas e imprevisibles estamos intentando buscar respuestas nuevas a nuestras necesidades materiales y morales, y el hombre va inventando o descubriendo nuevas formas de subsistencia familiar y social, afina su sentido de solidaridad y, con frecuencia, la experiencia de impotencia lo lleva a ahondar en la dimensión espiritual y religiosa de su vida.
Continuamente, a través de los medios de comunicación y las redes sociales, circulan noticias contradictorias sobre el virus, la conveniencia o menos de aplicar las medidas impuestas por los gobiernos para contener la difusión del mismo y la posibilidad de contar pronto con una vacuna que impida y contenga el contagio masivo, así como informaciones alarmantes sobre el número de contagios y fallecimientos, y todo esto crea tensión, temor, dudas junto con expectativas que, desde el punto de vista científico, nadie puede garantizar. La soledad, la pérdida de seres queridos y las consecuencias socio-económicas de la pandemia envuelven en dolor y sufrimiento a un número cada día más alto de la población mundial que, con frecuencia, pierde la esperanza y la confianza en las instituciones y esto contribuye a ir desestabilizando ulteriormente el equilibrio social y moral de los ciudadanos.
Por otro lado, los gestos de solidaridad de organismos y personas que contribuyen a aliviar el dolor y la soledad, saliendo al encuentro de las necesidades de la población más frágil; la entrega del personal que trabaja en contacto directo con los enfermos, exponiéndose al riesgo de contagio; el esfuerzo conjunto de los investigadores que buscan terapias eficientes para salvar vidas y vacunas que prevengan el contagio… son luces que iluminan el escenario de sombra y de muerte en que vivimos. Y sabemos que, más allá de estos testimonios concretos, mucha gente está descubriendo o redescubriendo la luz de la fe, y la experiencia de la fragilidad nos lleva a buscar algo más allá de lo que vemos y a reanudar el contacto con Dios. Lo testimonia el alto número de personas que durante el “lockdown”, participaban en la Eucaristía a través de los medios, en los millones de personas que siguieron a través de la televisión y las redes sociales la oración del 27 de marzo de este año 2020, presidida por el Papa Francisco, para pedir a Dios el fin de la pandemia.
Cuando la oscuridad envuelve la tierra, cuando el hombre vive la dramática experiencia del dolor y del anonadamiento, cuando más grande es su fragilidad, Dios sale a su encuentro y con discreción manifiesta su gloria. Es el gran misterio de la redención que se nos revela en la Palabra y se encarna en la historia.
En el momento de la Creación, Dios rompió las tinieblas del caos inicial creando la luz (Gn 1,2-3); la presencia misteriosa de Dios en una columna de fuego, condujo a los judíos fuera de las tinieblas de su esclavitud (Ex 13,21-22); y la luz del Resucitado alumbró para siempre a la humanidad, despertando en su corazón la esperanza y la fe (Lc 24,13ss).
La experiencia de fragilidad que vive el mundo es indudablemente una experiencia de dolor y muerte pero, como dice san Pablo, en la debilidad humana se manifiesta la fortaleza de Dios (2Cor 12,9-10) y los hechos revelan cómo el Señor se hace discretamente presente en medio de nosotros, a través de todo el bien que crece en medio de esta pandemia.
Las fuentes carismáticas franciscanas y amigonianas abundan en hechos que prueban que la debilidad es terreno fecundo de novedad y de vida. Francisco de Asís, antes de que su vida diera un giro significativo, experimentó un profundo fracaso humano en la derrota militar y en la enfermedad; y el Padre Luis Amigó maduró humana y espiritualmente a través de experiencias duras de desamparo por el fallecimiento de sus padres, de la violencia social en la agitación política que caracterizaba el momento histórico en que vivió, y en tiempo de epidemias.
La Palabra de Dios y la historia, maestra de vida, enseñan que la fragilidad y la debilidad, asumidas con fe y confianza en el Señor, pueden abrir paso a una nueva creación; el dolor y la muerte destruyen pero el corazón del hombre, siempre sediento de vida, busca siempre lo que puede regenerarla y la fe que nos abre a la relación con Dios y nos injerta en su vida nueva y eterna, es la luz y la esperanza que alumbran las tinieblas que nos rodean y mueven la caridad, que siempre renuevan el bien y la vida.
La misma pandemia está transformando nuestros estilos de vida rompiendo esquemas y hábitos culturales que, quizá, no siempre son malos, pero a lo mejor necesitan ser reorientados y, a la vez, nos lleva a redescubrir el gusto de las cosas sencillas, el valor y la importancia de las relaciones y la vida en familia, la belleza del encuentro del cual estamos momentáneamente privados, la utilidad de los medios de comunicación que nos permiten seguir trabajando y muchas otras cosas más. Todo esto puede ser el inicio de una novedad de vida más humana, de relación e incluso más ecológica y podemos valorar positivamente todo esto.
Para el creyente, la pandemia, experiencia de temor, desorientación, dolor, muerte, cansancio, búsqueda inquieta de soluciones que ayuden a superar este momento e incluso de indisciplina en la aplicación de las medidas que proponen e imponen los gobiernos civiles, es una invitación a tomar en las manos la lámpara de su fe, alimentarla con el óleo de la oración que lo pone en comunión con Dios e intercede por el mundo, mantener firme la esperanza en el Señor que todo lo puede, entregarse a los demás con gestos de caridad y ser testigo de obediencia y colaboración con las autoridades civiles y eclesiales (Rm 13,1; Tit 3,1), siguiendo sus directivas y motivando a otros a hacerlo. Y esto es lo que hizo el Padre Luis Amigó, en circunstancias parecidas (cf. OCLA 2192).
Fortaleza que brota de la debilidad y luz que rompe la tiniebla: en el encuentro de dos realidades aparentemente contrapuestas se regenera la vida y la experiencia de la pandemia, aún en medio del dolor que nos afecta, puede transformarse en una profunda renovación de la vida personal y social, en el momento histórico que vivimos. Que el hombre no pierda esta oportunidad y confíe a su Creador la re-creación que la humanidad necesita hoy.
Hna. Cecilia Pasquini TC