Con la convocatoria al XXIII Capítulo general comenzó a resonar en la oración y en el espíritu el tema alrededor del cual, gira la experiencia congregacional-capitular en sus diversas fases: “Fortalecidas en el Espíritu abrazamos nuestra realidad y a la humanidad sufriente, avanzando con esperanza en un camino sinodal”.
Este tema nos ubica inicialmente en lo que de nuestra realidad personal está débil, proponiéndonos la intuición de dejarnos fortalecer por el Espíritu, que llama a re-encantarnos, “a recuperar los grandes deseos, las marcas de las heridas de nuestra pasión por Jesús y el Reino” (cf. José Mª. Arnaiz, SM, “Del desencanto al encanto, pasando por el re encanto”), a volver a la fuente que nos sedujo, volver a las raíces que quizá no hemos cuidado y regado juiciosamente, pero que se encuentran en el mejor terreno, el de la pertenencia fundamental: Jesús y su Reino.
El ser y hacer en el futuro de nuestra familia congregacional ya nos está dejando vislumbrar espacios y misiones bien delimitadas a las que nos está re-enviando: “Abrazar nuestra realidad personal, comunitaria, y la de cada Demarcación. Abrazar la realidad del entorno en la que bulle el sufrimiento de nuestros hermanos y de la creación”. Una vez reconocidas estas realidades, optar con humildad por retomar juntas el camino, para re-comenzar a re-crear posibilidades de reparación, de cercanía, de apoyo mutuo, y sobre todo de seguridad y esperanza, con la convicción de que en este nuevo envío no vamos solas y podemos suscitar un nuevo Pentecostés: como experiencia de re-encanto, de re-nacimiento en la vida para el seguimiento a Jesús en gozo testimonial de discípulas, estimuladas y acompañadas por nuestros fundadores, por sus experiencias de conversión y compromiso de cara al Evangelio.
Francisco y Clara de Asís, el Padre Luis Amigó y nuestras hermanas de la primera hora de nuevo aparecen a nuestro lado, casi que tomándonos de la mano para conducirnos a las ruinas, a nuestras vulnerabilidades, no sólo las externas, sino aquellas que muy adentro gimen y claman compasión. “El leproso” excluido de la convivencia, de la armonía, de la fraternidad, de la actividad, del gozo y de la esperanza, al que quizá hemos llevado escondido, y no escuchado, ignorado, pensando que “puede quedarse allí” y que “aguanta un poco más”.
Esta realidad hoy es tocada en la familia-comunidad, y nos está invitando a abrazarla, a trabajar como hermanas en la cercanía que llevó al reconocimiento, al abrazo y beso que transformó la realidad personal del leproso y del Hermano Francisco conduciéndolo luego a San Damián, al lugar del encuentro, con el Cristo roto, desfigurado, empolvado, olvidado, victimizado en el hermano y hermana con quienes vivimos. Es un proceso de reconocimiento e identificación lento y difícil, pero excelente vía hacia la experiencia del dinamismo reparador de nuestro ser, capacitado, para enfrentarnos a las causas internas y externas de nuestra inseguridad y egoísmo orgulloso, acogiendo la posibilidad de encontrar nuevas realidades, nuevas búsquedas en el camino pascual de la Congregación.
Ubicarnos como consagradas, como laicos comprometidos, con la realidad personal que hoy nos acompaña, ante el amor extremo que llevó a Jesús hasta la cruz, es la oportunidad de sentir la proyección de ese amor, en el don de los hermanos, con los que es posible fusionar respuestas, cualidades, actitudes, ideales, opciones, fuerzas y re-comenzar poniendo nuestro granito de arena en el fortalecimiento de la vida y la vocación, de la identidad y la misión como Terciarias Capuchinas, ante la humanidad que igualmente sufre nuevas, profundas y graves vulnerabilidades: “…el flagelo de la miseria, el hambre, desempleo, las enfermedades sin posibilidad de acceso a centros de salud, la desescolarización, el trabajo infantil y juvenil para sobrevivencia de la familia, la trata de mujeres y niños, el tráfico de órganos, la carencia de vivienda, desplazamientos, guerras, administraciones políticas y hasta eclesiales corruptas, en fin esclavitudes e injusticias de todo tipo, el grito de la destrucción de la casa común y la “cultura del descarte” que afecta sobre todo a las mujeres, los migrantes y refugiados, los ancianos, los pueblos originarios y afrodescendientes”… Duele “el impacto y las consecuencias de la pandemia que incrementa más las desigualdades sociales, comprometiendo incluso la seguridad alimentaria de gran parte de nuestra población. Duele el clamor de los que sufren a causa del clericalismo y el autoritarismo en las relaciones, que lleva a la exclusión de hermanos, de laicos, de manera especial a las mujeres en las instancias de discernimiento y toma de decisiones sobre la misión de la Iglesia… preocupa la “falta de profetismo y la solidaridad efectiva con los más pobres y vulnerables…” (cf. Mensaje final de la Asamblea eclesial de AL y el Caribe).
Este mar de situaciones anti-Reino, sigue reconociendo en la vida consagrada, a mujeres, hermanas y discípulas portadoras de esperanza, asistidas por el Espíritu del Señor que hace nuevas todas las cosas; y confía y espera que “volvamos cantando de la experiencia capitular congregacional”, ofreciendo frutos compasivos de escucha, discernimiento, perdón, y actitud misionera más sensible, decidida y arriesgada para diseñar, crear y estrenar formas nuevas de anunciar para caminar juntas, haciendo posible un mundo nuevo, una creación revitalizada por la fraternidad activa, sencilla y menor, impulsadas por la espiritualidad franciscano-amigoniana y decididas a poner en común no solo vulnerabilidades, sino posibilidades, intuiciones, exigencias, vocación, opciones, contrariándonos incluso nosotras mismas, contrariando costumbres, proyectos, seguridades, formas de vida y de pensar.
Entonces comenzaremos a vivir el XXIII Capítulo general, como un paso más en el camino de reestructuración de nuestro estilo de vida y misión, celebrando el banquete de bodas, en el que, si se han vaciado las tinajas de vino y sentimos la amenaza del fin de la fiesta, podamos también sentir a la mujer que ha sabido decir un SÍ sin límites aun en medio del caos; ella nos muestra el quehacer que libera de la tristeza, el abatimiento, la desconfianza, el temor que muchas veces nos embarga: “Hagan lo que Él les diga…” y el banquete capitular, personal, comunitario agilizará nuestras manos, voluntades y libertad, para hacer rebosar las tinajas vacías y permitirnos probar el vino nuevo, el mejor y la capacidad de retomar la motivación y opción inicial y fuente de nuestra profesión religiosa, de nuestro compromiso frente a la vida en abundancia para todos, frente al lamento multiplicado por tantos cristos, tantas voces, tantas realidades que nos piden: “Ve y repara mi casa”.
Hna. Ana Mora, Tc