Día de los muertos en la cultura mexicana

Los  recuerdos vividos en mi hogar son como  gotas de agua  que  refrescan mi vida diaria. La celebración  del “día de  muertos” o “todosantos” como le decían mis  abuelos era una  celebración-fiesta que esperábamos con mucha  alegría. Desde el mes de enero o febrero escuchábamos al abuelo o papá  decir “ese cerdo”  (marrano, cochino, chancho) es para los difuntitos y todo el año se engordaba hasta llegar la  fecha del 31 de octubre cuando se  mataba el animal y entorno a  este ritual todo era  alegría, encuentro, compartir; con la  carne  del cerdo se preparaban los  tamales para el altar o para llevar al panteón (cementerio).

En Tabasco que es mi tierra, situada al sur de  México, se  hacen dulces de papaya y pozol que es una bebida  de  maíz  con cacao, para regalar  a las  familias y vecinos  más cercanos y, por supuesto,  para poner  en el altar. Recuerdo que nosotros  los más pequeños, limpiábamos las hojas de plátano para los tamales y hacíamos los floreros  con  botes de  vidrio; las  flores eran las que  el campo daba en ese tiempo y algunas otras del jardín de mamá. La  flor de cempasúchil la hacíamos  con papel  crepe y mis  tíos  picaban el papel china con dibujos de calavera con  el que decorábamos. La ofrenda o altar de mi casa lo presidía  una imagen  grande de la Virgen del Carmen que teníamos junto con una  imagen de un Cristo de madera y la foto de nuestros  difuntos.  Mi abuelo decía “a tu  abuela  le  gustaba  esto”  y eso era lo que poníamos en  el altar de muerto, “su comida preferida”.

Además  de los alimentos  que poníamos se colocaba sal, un vaso con agua y sahumerio con copal (incienso) y por supuesto las espermas (velitas o cirios). Todo esto se hacía  entre el  31 de octubre y 1 de noviembre, ya  que según nuestras  costumbres se creía que  los  difuntos  empezaban a llegar  desde las 3 de la  tarde, según la muerte que hubieran tenido.

En nuestra casa  esperábamos  hasta  las  10 de la noche del día  primero y en  ese  tiempo se recordaba a los  que murieron. Mi abuelo platicaba sobre lo que hacían y les  gustaba  a los que  se nos adelantaron, recordábamos hasta los tatarabuelos y todo los  nombres de personas  conocidas. En esa hora  encendíamos las  velas, una por cada  difunto y una  por  el ánima  sola;  mamá  dirigía  el rosario y todos rezábamos y  cantábamos: “Salgan, salgan, salgan, ánimas  de pena  que el rosario santo  rompa  sus  cadenas…”. Al terminar el rosario  conscientes  de que  ya estaban con nosotros,  comíamos tamales  con café y aguardiente.

El día  2 de noviembre  nos íbamos todos  al cementerio donde  estaba enterrada la  mamá  de mi papá y  visitábamos otro  donde  estaban los papás de mi mamá.  Allí  rezábamos el rosario y  si nos encontrábamos con los otros  familiares  compartíamos  los  tamales. Este  día  no se  trabaja,  pues la tradición dice  que si se trabaja, se espanta a los difuntos. Todo el mes  de  noviembre rezábamos el rosario quemando  velitas  y  mamá nos decía  que no podíamos  acostarnos después  de las  12 de la noche porque  las  animitas  nos iban a llevar… y así crecimos.

Ahora el altar de  muertos de mi casa familiar ya tiene más fotos pero sigue  siendo  la  misma  tradición aunque con un sentido más religioso;  recordar  a nuestros  seres  queridos con gratitud llena nuestro corazón de amor hacia  ellos y no  podemos  evitar  que  quizás alguna  lágrima  ruede por nuestras  mejillas.

Pero también  les  quiero  contar que  el origen de  esta  tradición mexicana se remonta a la época prehispánica.

Esta fiesta es  una  de las más importantes del pueblo mexicano, es un día muy especial pues celebramos de forma muy particular lo que consideramos la visita anual de los espíritus de nuestros seres queridos fallecidos. 

Esta  tradición prehispánica según  los historiadores, dice que  los mexicas tenían varios periodos a lo largo del año para celebrar a sus muertos, los más importantes se realizaban al terminar las cosechas, en el mes de agosto, y se creía  que  cuando alguien moría iba a un lugar de abandono, de tristeza donde  se está perdiendo la memoria y donde nunca comían nada; solamente en el mes  de  agosto, mes de las  cosechas, en la primera parte del mes, se permitía a los niños que  vinieran a comer con sus  familiares y la segunda parte del mes, los adultos.

La sociedad azteca creía que la vida continuaba aun en el más allá, por eso consideraba la existencia de cuatro “destinos” para las personas, según la forma de morir. El más  común era  El Mictlán, lugar al que iban la mayoría de los muertos. 

Con la llegada de los españoles, el Día de Muertos no desapareció por completo, como otras fiestas religiosas mexicas. Los evangelizadores descubrieron que había una coincidencia de fechas entre la celebración prehispánica de los muertos con el día de Todos los Santos, dedicado a la memoria de los santos que murieron en nombre de Cristo.

Recordemos que la fiesta de Todos los Santos inició en Europa en el siglo XIII y durante esta fecha las reliquias de los mártires católicos eran exhibidas para recibir culto por parte del pueblo. También había una sincronía con la celebración de los fieles difuntos, realizada justo un día después de Todos los Santos. Fue en el siglo XIV cuando la jerarquía católica incluyó en su calendario dicha fiesta y esto se aprovechó en  México. Fue así como el Día de Muertos se redujo a tan solo dos días, el 1 y 2 de noviembre.

Las costumbres prehispánicas que  existían aún a la llegada  de los Europeos consistían en incinerar a los muertos o enterrarlos en el hogar; éstas fueron eliminadas y los cadáveres empezaron a depositarse en las iglesias (los ricos adentro y los pobres en el atrio). Se adoptaron algunas  costumbres, como el consumir postres con forma de huesos que derivaron en el popular pan de muerto y las calaveritas de azúcar.

También comenzó la costumbre de poner un altar con veladoras o cirios; de esta forma los familiares rezaban por el alma del difunto para que llegara al cielo. De igual manera, se hizo tradicional la visita a los cementerios, los cuales fueron creados hacia finales del siglo XVIII, como una forma de prevenir enfermedades, construyéndolos a las afueras de las ciudades.

Actualmente esta tradición, como mencionaba, es  una de las más  importantes del pueblo mexicano con un sentido espiritual, que ha crecido más considerando los tres estados de la  Iglesia; de esta  forma hacemos  comunión, ya que  al mismo altar  de muerto  u  ofrenda, se le da otro sentido cristiano. Los  católicos ponemos una ofrenda en homenaje a nuestros hermanos  difuntos y familiares  y los elementos más comunes son el agua, que nos recuerda  el  bautismo; las velas, como signo del Cristo resucitado; el retrato de la persona fallecida, expresando que  sigue  viviendo en nuestra mente y corazón y el pan de muerto, las flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar y chocolate, incienso, papel picado, y platillos que los difuntos disfrutaban en vida  son parte  de  nuestra celebración sin caer en el sincretismo. Todo lo hacemos como recuerdo de quienes ya nos han dejado, pero lo peculiar es que  todo  lo que usamos  en la ofrenda  toma  sentido  cristiano.

HNA. MARCELA CUNDAFÉ CRUZ, TC

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