“Debemos estar aquí el uno para el otro porque Dios nos ha mostrado que él está aquí para nosotros” (Santa Isabel de Hungría)

Para poder hablar de una mujer que dejó huella en la Iglesia y en la sociedad entera nos ayudará el bucear en los escritos que hablan acerca de alguien tan excepcional. Isabel de Hungría nació en 1207, aproximadamente en el tiempo cuando nuestro padre Francisco está reparando la iglesia de san Damián. Cuando Isabel cumplió apenas cuatro años, su padre Andrés II la desposa con el joven príncipe Luis de Turingia, por lo tanto, tuvo que trasladarse a Turingia, al Castillo de Wartburg en Alemania, donde ella creció con su futuro esposo. Se casaron en 1220 y su matrimonio fue muy feliz. Tuvieron tres hijos: Germán, el heredero del trono, Sofía y Gertrudis. Después de la dolorosa muerte de su amado esposo, se vio obligada a abandonar el castillo de Wartburg. Fue a Marburgo, donde instaló un hospital y se ocupó de los enfermos. El Viernes Santo de 1229 ingresó en la Tercera Orden de san Francisco y vistió el hábito. Poco más tarde,  el 17 de noviembre de 1231, murió a la edad de 24 años. Isabel fue la primera santa franciscana canonizada (1235), siete años después que nuestro padre san Francisco (1228).

Aunque Isabel procedía de una familia aristocrática, siempre, aun siendo muy joven, se preocupaba por la gente de baja condición. A lo largo de toda su vida experimentó muchos cambios, rupturas y una gran soledad. Salir del lugar donde había nacido y empezar a vivir en otro país, debiendo aprender la lengua y costumbres diferentes, comprometerse cuando aún era una niña de cuatro años (aunque es cierto que se acostumbraba así en los tiempos que vivía), perder a su madre cuando era muy joven y más adelante a su querido esposo, por lo que tuvo que abandonar el castillo y además la separaron de sus hijas… Todo esto marcó su itinerario personal y espiritual definitivamente. Quizás el hecho de perder a su madre de muy joven, le ayudó a desarrollar esas características que identifican su personalidad: una gran sensibilidad, humildad, misericordia y cuidado por los más necesitados.

Santa Isabel ha inspirado a muchos artistas (pintores y escultores) y su personalidad extraordinaria queda reflejada en los siguientes rasgos: misericordia y amor hasta el extremo, lo que muestran varios cuadros (según las leyendas): Isabel acuesta a un pobre en su cama y al enterarse su familia, quitaron la manta pero se encontraron con un crucifijo acostado. Cercanía y atención con el mundo marginado: fundó varios hospitales, donde personalmente atendía, curaba, limpiaba a los enfermos  más repugnantes. Isabel está siempre tendiendo  la mano al pobre. Penitencia y oración. Isabel desarrolló desde su niñez una relación profunda e íntima con Jesús y fue creciendo y afianzándose en esta relación a lo largo de toda su vida. Fue  acompañada por un fraile franciscano que le introdujo en la vida penitente-franciscana y dos años antes de su pascua, viste el hábito de la Tercera Orden de san Francisco.

Según los datos históricos, el primer contacto que tiene Isabel con el estilo de vida del hermano Francisco, sucede aún en  vida del Pobre de Asís, en el año 1223, cuando el Papa Honorio aprueba la Regla bulada de la Orden franciscana.

Un pintor del siglo XVII-XVIII, Lucas de Valdés, en un cuadro de la santa, plasma las características de esta mujer y destaca muy bien algunas de sus cualidades: su relación profunda con Cristo, la misericordia y cuidado por la persona necesitada, su espacio íntimo (la cama matrimonial) donde está ubicada la imagen del Crucifijo, los pobres que esperan para ser atendidos y las damas que acompañan a Isabel; en otras palabras, lo que va orando y enamorando su corazón, lo va transmitiendo al mundo, a la sociedad en la que vive. Su posición social no la paraliza ni la aparta del mundo sufriente y abrumado por la pobreza, necesitado de amor. Se sabe que a lo largo de su vida se despojó de sus joyas, vestidos, renunció a su bienestar y repartía comida a los que pasaban necesidad.

Esta imagen nos puede ayudar a contemplar la vida de una mujer profunda, sencilla, abandonada en las manos Dios, pendiente de otros y capaz de poner en juego todo lo que es y tiene al servicio de los necesitados. Evidentemente,  pone en práctica las palabras de san Francisco: “… Aquellos que han sido colocados sobre los demás, gloríense de tal prelacía tanto como si hubieran sido encargados del oficio de lavar los pies a los hermanos” (Adm 4). “No he venido a ser servido, sino a servir (Mt 20,28), dice el Señor.

Santa Isabel nos puede servir como modelo a través de su oración continua, profunda y afianzada en Cristo; desde esta relación íntima se ve impulsada a salir al encuentro de los demás. Su manera de actuar con los pobres nos puede inspirar a pedir un corazón abierto a las necesidades de las personas concretas que se presentan delante de nosotros cada día.

HNA. LUCIA KONTSEKOVA, TC       

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