El 11 de febrero de cada año, la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Enfermo, instituida por el Papa Juan Pablo II en 1992. La fecha tiene una evidente coincidencia con la memora litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, que la tradición católica venera como mediadora de gracias e incluso de milagros de curaciones; todos los años, el Papa dirige en este día su mensaje no solo a los cristianos sino a todo el mundo y propone una reflexión con el fin de reavivar la sensibilidad del hombre por el mundo del dolor y la enfermedad.
El Mensaje del Papa para la Jornada del Enfermo de este año, cuyo tema es “La relación de confianza, fundamento del cuidado del enfermo”, pone en evidencia la importancia de las relaciones personales entre el enfermo, su familia y el personal médico que le atiende, porque le permiten vivir la experiencia de la enfermedad sin sentirse solo y abandonado. Por otro lado, reflexionando sobre el sentido del sufrimiento, el Papa hace referencia a Job, ese personaje bíblico tocado por el dolor en su propia carne y en su propio espíritu, subrayando que, a pesar del abandono e incomprensión que sufrió y de los gritos de angustia que elevó hacia Dios, logró reconocer que Él había estado presente a lo largo de toda su vivencia de dolor, devolviéndole después la salud y los bienes perdidos, abriéndose delante de él, un “nuevo horizonte” de vida.
La naturaleza humana no logra percibir la presencia de Dios en el dolor y en la muerte. La religión cristiana que ha impregnado culturas y tradiciones en todo el mundo, presenta a Dios como un padre bueno y, si bien la pasión, muerte y resurrección de Cristo han revelado la dimensión salvífica del dolor, el cristiano se resiste a asumir que Dios permita el sufrimiento inocente, la muerte prematura, la violencia y todo aquello que pone en peligro la vida. Amenazado y aplastado por el sufrimiento, el creyente también puede dirigirse a Dios invocando su ayuda y la liberación del mal, pero también gritando con ira e incluso, alejándose de Él.
Los seguidores de otras religiones viven el dolor según sus convicciones; algunos logran mantener una actitud pasiva y resignada o sacar de su cuerpo y de su alma las energías positivas que pueden contrastar aquellas negativas que provocan dolor, pero es indudable que, sea cual sea la creencia religiosa, el dolor y la muerte son experiencias duras que hacen correr muchas lágrimas sobre el rostro de quien está enfermo y de sus seres queridos.
Las lágrimas regaron también el rostro de Jesús frente al misterio de la muerte de su amigo Lázaro (cf. Jn 11,32-36) y durante su oración en el Huerto de los Olivos, lágrimas que nos recuerda el autor de la carta a los Hebreos (cf. Hb 5,7), manifestación de su plena humanidad, enseñándonos que la fe y la confianza en Dios, que el Hijo seguramente poseía en sumo grado, no son “anestésicos” que reducen o anulan el sufrimiento humano, pero pueden ayudar al hombre a enfrentar el dolor desde la certeza de que Dios no lo abandona. Es el “nuevo horizonte” que la fe abre frente al hombre que sufre, y del cual habla el Papa Francisco en su Mensaje para la Jornada del Enfermo de este año.
El dolor físico y moral juega un gran papel en la formación humana y espiritual del hombre, y la historia revela que todos aquellos que consideramos “grandes” han sido probados en “el crisol” del dolor (cf. Sab 3,6). La fragilidad física debida a la enfermedad, a la oscuridad interior que resta gusto a la vida y a todas aquellas situaciones que conducen al hombre a redimensionar una percepción de sí mismo demasiado alta, lo llevan a reubicarse en su verdad de ser humano, creatura hecha de barro que solo el soplo de Dios puede hacer “grande” (cf. Gen 2,7). El dolor rompe la vasija de barro que lleva en su interior, el espíritu del Creador, pero nunca puede ahogar este mismo espíritu que genera fuerza en la debilidad (cf. 1Cor 1,25) y reviste al hombre de vida nueva (cf. 2Cor 13,4).
En el dolor, Dios actúa y renueva al hombre. La fe cristiana ilumina el misterio del dolor desde la Palabra de Dios y el ejemplo de Cristo pero, muchas veces, incluso personas ajenas al mensaje cristiano encuentran fortaleza en él y descubren algo positivo en su falta de salud o en la limitación que afecta su existencia.
Con relación a esto, recuerdo a un niño que encontré en mi peregrinación a Lourdes. El pequeño, confinado en una silla de ruedas, se encontraba con su madre frente a la Gruta y ella le animó a que rezara a la Virgen para que le devolviera la posibilidad de caminar, correr y jugar a la pelota como sus amigos; para su sorpresa, el chiquito, echando la mirada a su alrededor y viendo a otros niños y adultos postrados en sus camillas, respondió a su madre que iba a rezar para que la Virgen ayudara más bien a esos enfermos porque, al menos, él podía jugar a la pelota utilizando sus manos. Este pequeño, quizá inconscientemente, dio un gran testimonio de cómo la gracia de Dios puede reorientar nuestras exigencias hacia lo verdaderamente esencial y sostenernos en el camino del dolor.
Independientemente de nuestra fe y madurez humana, Dios está siempre presente cuando atravesamos el río del sufrimiento y, discretamente como hace Él cuando entra en relación con sus criaturas, nos sostiene con su mano y no permite que nos hundamos en el mar del dolor y de la muerte. En estas circunstancias, el descubrir su presencia es una experiencia profunda y regeneradora, una inyección de esperanza y fortaleza que abraza también a quienes, con amor, acompañan al enfermo en su sufrimiento.
Lamentablemente, nuestra sociedad tiende a evitar toda experiencia de dolor y todo lo que recuerda la existencia del sufrimiento, que en cualquier momento nos alcanza a todos, y lo que es peor, se atreve incluso a suprimir el dolor, interviniendo violentamente con acciones que apagan la vida y que no son moralmente correctas.
En su Mensaje, el Papa Francisco recuerda que “una sociedad es tanto más humana cuanto más sabe cuidar a sus miembros frágiles y que más sufren, y sabe hacerlo con eficiencia animada por el amor fraterno”; recuerda también que “la salud es un bien común primario” e invita a los que ocupan cargos de responsabilidad política y social a priorizar la inversión de recursos en el cuidado y la atención a las personas enfermas y estimula a todos a caminar hacia esta meta, procurando que nadie se quede solo, excluido o abandonado.
En sintonía con la encíclica social “Fratelli tutti”, la Jornada Mundial del Enfermo celebrada este año, en plena pandemia, hace un llamamiento a los hombres de buena voluntad a potenciar las actitudes de cercanía a los más frágiles, siendo para ellos, como lo fue el Buen Samaritano, “un bálsamo muy valioso, que brinda apoyo y consuelo” y exhorta a levantar la mirada hacia Dios para que, como Job, podamos descubrir su rostro manifestado en la fragilidad de los que sufren. Esto reavivará la fortaleza y la esperanza de la humanidad herida.
HNA. CECILIA PASQUINI, TC
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